El caso de Angélica –el nombre no es el real, la historia sí– parece sacado de una película o un libro. Cuando llegó al Taller de Musicoterapia Todos Somos Uno, de la Facultad de Música (FaM) de la UNAM, era una niña con una afasia tan pronunciada que muchos la tomaban por muda. De inmediato el profesor Daniel Torres Araiza la hizo participar en diversas dinámicas de ritmo, armonía y melodía. Un buen día, tras varias sesiones y sin previo aviso, Angélica rompió el silencio y se soltó a hablar. Al llegar a su casa prosiguió con una charla que, hasta hoy, continúa.

“Imagina lo que significa para una pequeña comunicarse con palabras cuando eso le resultaba imposible”, señala Torres Araiza, un guitarrista de conservatorio que, a fin de entender los mecanismos detrás de estas mejorías tan súbitas, se mudó a Buenos Aires, Argentina, para cursar una licenciatura sobre Salud y arte sonoro en la Universidad del Salvador.

¿Un músico en una Facultad de Medicina? ¡Ése era yo!, bromea el también compositor para luego aclarar que si siguió una ruta académica tan improbable fue porque era la única vía para prepararse en un área poco desarrollada no sólo en México, sino en el mundo. “Pese a que desde siempre hemos intuido que la música nos hace bien y por eso la usaban curanderos y chamanes en ritos ya milenarios, el interés de la ciencia en ella es muy reciente, de apenas pocas décadas”.

Desde enero de 2020, Daniel Torres coordina el área de Musicoterapia de la Facultad de Música y dirige el Taller Todos Somos Uno, espacio en el que una veintena de personas con capacidades diferentes –desde adultos invidentes hasta niños con trastornos del espectro autista–se dan cita los lunes, martes y viernes para cantar, tocar percusiones y, lo más importante, para convivir, crear comunidad y sanar.

“El grupo –fundado hace más de 25 años– se ha vuelto un lugar para superar retos y limitaciones”, refiere Daniel Torres, quien pone como ejemplo al adolescente con síndrome de Down que, de ser en extremo huraño y tímido, comenzó a granjearse amigos, o a la joven cuya espasticidad (trastorno motor) la obligaba a apretar el puño siempre y con tal fuerza que se marcaba las uñas en la palma hasta que, a base de ejercicios sonoros, abrió la mano, pulsó un instrumento y lo hizo sonar.

 

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