El cuidado familiar es una de las prácticas sociales más importantes para la humanidad. Pero, dado su casi “natural” presencia en la vida de las personas, se da por hecho que ocurre de forma armónica, organizada y efectiva, envuelto en un halo de amor fraterno. Sin embargo, la familia ha experimentado cambios en las últimas décadas, tanto en su composición, estructura y desempeño, como en los roles asignados a sus integrantes. Incluso ha asumido –queriendo o no– la tarea de cuidar a las personas con alguna condición de salud más o menos compleja, aguda o crónica, situación que tuvo particular acento durante y después de la pandemia por la Covid-19.

¿Cuál es el panorama en México? El primer nivel de atención enfrenta grandes desafíos en profesionalizar a un gran número de enfermeras con perfiles técnicos, aunado a la distribución irregular del personal de enfermería en el sistema de salud, al déficit de enfermeras, el incremento de las personas mayores y de las enfermedades crónicas. Todo lo anterior genera las condiciones para que el cuidado a la vida y salud de las personas se traslade a los hogares. En el o la cuidadora familiar (“asignado o resignado”) descansa el cuidado doméstico, cotidiano, complejo y el cual es cada vez más especializado.

Anteriormente esa tarea se depositaba en mujeres adultas y madres de familia, pero en la última década los cuidadores familiares han disminuido su edad, al punto de que adolescentes y niños o niñas cuidan de otros de manera casi única por muchas horas y largos periodos, y destinan recursos y esfuerzos para cuidar niños y personas adultas mayores, con o sin discapacidad o con alguna condición especial.

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